domingo, 31 de marzo de 2013

La convaleciente. M. Blanchard. 1930-1932

La tuberculosis, entre las enfermedades infecciosas, sigue siendo en el presente uno de los problemas prioritarios de Salud Pública. El impacto de la epidemia por el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH); el incremento de las poblaciones indigentes y de las «bolsas de pobreza»; los importantes movimientos migratorios entre países y continentes; la aparición de casos provocados por cepas multirresistentes; y la falta de estrategias adecuadas de control y prevención de la tuberculosis, adaptados a esta nueva realidad, han conducido a que la Organización Mundial de la Salud la haya calificado como de «emergencia global», pues, en el año 2000, esta lacra fue la octava causa de muerte y se estima que, entre 2002 y 2020, aproximadamente 1.000 millones de personas se infectarán, alrededor de 150 millones enfermarán y 36 millones morirán por esta causa.
María Blanchard y su Convaleciente, nos proporciona un buen ejemplo de lo que acabamos de indicar. En este pastel de hace casi un siglo, la máxima representante de la vanguardia española, nos presenta, con gran sensibilidad y acierto, la plasmación de una joven signada con la enfermedad tuberculosa. Estamos ante una de las mejores obras de esta pintora según la crítica especializada, pues transmite no sólo las secuelas físicas, sino también las anímicas, poniendo de manifiesto la aceptación, o quizás la derrota, ante la enfermedad.
Es un retrato anónimo de una joven de edad indefinida, rostro ovalado, ojos entornados, nariz ancha, labios gruesos y cabellos extremadamente cortos. Está extenuada, como abandonada a su suerte, recostada en un sillón de mimbre, mientras su cabeza reposa delicadamente sobre un gran almohadón. Su cuerpo está protegido con una manta, ¿es que en la estancia hace frío, o acaso tiene un acceso de fiebre y es necesario combatir los escalofríos que provoca ésta? y, además, recibe el calor de los suaves rayos del sol que se filtran por los cristales de la ventana, obligándola a girar la cara en dirección contraria. Las manos, cruzadas encima de su regazo, transmiten resignación. Junto a ella sobre la mesa, la jarra de agua y el cuenco, compañeros inseparables de los tuberculosos, haciéndoles más soportables esos accesos de tos que les dejan exhaustos: beber pequeños sorbos de agua, hace más llevadero el siguiente golpe de tos.
La aséptica pared del fondo carece de personalidad para ser la de una vivienda propia, más parece la habitación de una casa de curación, tan extendidas por la geografía europea en esa época. En ellas los pacientes eran aislados, buscando un doble objetivo, romper la cadena de transmisión de la enfermedad, evitando el contagio; y ofrecer un clima de reposo, unas condiciones de temperatura adecuadas y una dieta apropiada para estos enfermos. Tampoco parece responder a ese profundo ambiente de angustia y desesperación expuesto, tan magistralmente, por Tomás Mann en La montaña mágica, al referirse a esos «establecimientos», recordándonos la singular personalidad de estos pacientes, jóvenes sin apenas contactos familiares, extraordinariamente sensibles y conocedores, la mayor parte de las veces, de su final próximo. Dolientes para quienes el médico, que ejercía en la cabecera de su cama lo era todo, padre, amigo, confidente.
         La figura recibe el tratamiento lumínico característico de la pintora montañesa que, desde el comienzo de su carrera sintió un especial interés por los efectos de la luz y por el color. Aquí ha abordado la ejecución de la piel a base de manchas de colores contrastados que apenas se funden, proporcionando a los rostros una apariencia jaspeada. Es uno de esos óvalos tan identificativos de María Blanchard, ya desde 1920, que al verlos se asocian inmediatamente con su autora.
Sucede lo mismo con las composiciones de A. Modigliani, las caras de sus personajes son tan representativas de su estilo, que permiten relacionar obra y autor, con escaso margen de error. En La convaleciente la continuidad entre el rostro y las manos confiere a la figura una luminosidad especial no naturalista, pues la luz parece irradiar más desde el interior que de un foco externo.
La peculiar coloración de esta joven, como en el resto de las figuras, de María le da un brillo especial, de ahí que Ramón Gómez de la Serna, que la había tratado en sus tertulias en un famoso café madrileño no estuviera errado cuando lo consideró «sudor». En esta composición tanto el empleo de la técnica del pastel en vez del habitual óleo, como la gama de colores ocres junto con los sombreados, le permiten a la autora conseguir un doble fin: acentuar el dramatismo de la enfermedad y, al mismo tiempo, inferir calidez a la escena representada. Sus personajes adquieren rasgos muy peculiares, de rostros ovalados, estáticos o dolientes, juguetones o ensimismados. También los temas se definen, centrándose en la figura humana, situada en ambientes tristes. Son escenas que la pintora conservaba en su memoria, imágenes aprendidas en algún momento y en algún lugar, y que ahora sus pinceles tratan de reproducir sin modelos, reconstruyendo las figuras a partir de lo que sus recuerdos le van dictando. La delicada gama cromática predominante refleja la infancia, la soledad, el abatimiento, la tristeza, la enfermedad.
No podemos afirmar que sea un autorretrato, pero sí que el estado anímico de la pintora, aquejada de esta dolencia, fuese el de la retratada. Dos años después de finalizar esta conmovedora pieza, fallecería su autora de tuberculosis. De manera que sabía bien el significado de la enfermedad y las secuelas que conllevaba, y a pesar de ello abordó el tema con gran valentía, dotándolo de espiritualidad y recogimiento. A la protagonista, como a la pintora, la vida se le escapa de las manos; el sosiego que se refleja en el rostro de «la convaleciente» confirma la resignación ante el desenlace. La artista, por su parte, valiéndose de sus pinceles transmite sus sentimientos como un grito de liberación, haciéndola todavía más grande.


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